El ángel caído

Dios nunca quiso un ángel que le contrariara, pues él era la máxima autoridad y estaba prohibido discrepar de sus opiniones. Vivir bajo su mandato parecía seguro, pero al pasar los siglos empezó a ser monótono. Al ser el último ángel creado, Dios me tenía cierta preferencia y me cuidaba como si fuera su hijo favorito y puedo decir con certeza que era su ojito derecho.

Dios me formó con delicadeza y precisión. En mi arcilla añadió del don del habla, para poder comunicarme, y además, se atrevió a añadir el don del pensamiento. A diferencia de mis iguales, yo era el único con la capacidad de razonar, los demás ángeles seguían ciegamente las indicaciones de nuestro creador, ya que no estaban capacitados para pensar por ellos mismos, eran recipientes que carecían de vida que tenían como única función trasladar los mensajes dictados por Dios del cielo, a la tierra.

Los humanos fueron uno de los grandes logros del Señor, inteligentes y curiosos, pero rebeldes y capacitados para contradecir sus indicaciones, por esa misma razón fueron expulsados del cielo y castigados a permanecer en la tierra para el resto de la eternidad. Según mi padre, Adán y Eva, pecaron al probar el fruto prohibido, desencadenando el nacimiento de un nuevo humano, el cual, no mantenía ningún lazo con Dios. Ese nuevo ser fascinó al Creador, pero no pudo tolerar la traición de los hombres así que fue castigado con la muerte. Adán y Eva fueron separados de su hijo, el cual acabó convertido en barro, mientras que ellos vivieron el resto de sus días fuera del paraíso.  

Dios, tras matar a esa pequeña criatura, no pudo deshacerse del barro, ya que había algo en él que le llamaba la atención.  Al pasar el tiempo, finalmente decidió moldear un ser nuevo usando ese mismo material, pero decidió arrebatarle el don del sentimiento. De esa arcilla nací. Mi padre me contó mis raíces al ver que le sería fiel siempre, pero al saber la verdad, un gran remordimiento empezó a arder en mi interior. ¿Cómo era eso posible si no podía sentir emociones?  

Desde ese día empecé a cuestionar el mandato del Creador, ¿era realmente justo e imparcial? No, todo estaba modificado a su favor. Un día cualquiera, la curiosidad invadió mi alma y decidí pasear alrededor del árbol del fruto prohibido. Para mi sorpresa encontré una pequeña serpiente devorando uno de los frutos. Sorprendido me acerqué a advertirle a ese ser que dejara de mordisquearlo porque si Dios se enteraba sería condenado para el resto de la eternidad. La serpiente me miró con una mirada gélida y me contestó: – yo ya fui castigada por el creador por discrepar de su mandato. 

Me quedé perplejo. De pronto recordé que mi padre siempre me advertía de mantenerme alejado de la tentación; esa serpiente, era la tentación. En un pasado ella tuvo una apariencia divina, pero después de una gran discusión, el Creador, la castigó convirtiéndola en la serpiente de la maldad. Mi padre siempre repetía que evitara su mirada ya que esta corrompía las almas puras, pero me di cuenta demasiado tarde. Sus ojos, rojos como la sangre, me hipnotizaron por completo.  

-Dios te proporcionó un lugar “ideal” donde vivir, pero en realidad, solo permaneces bajo su mandato incuestionable. Todo lo que ves a tu alrededor es una farsa, una manipulación, un soborno para que no rechistes sus elecciones… Él es incapaz de amar, solo sabe dominar a sus creaciones. Pero tu… Eres distinto al resto de ángeles. No le perteneces al completo, y a pesar de que él te arrebató parte de tus sentimientos, no pudo eliminarlos todos.  

Tras decir esas palabras la serpiente se desvaneció, dejándome muchas preguntas en la boca. Lo que me contó era completamente cierto, pero después de vivir tantos siglos con el Señor, se me hacía imposible plantearme que todo lo que me proporcionó fuese parte de una gran mentira.  

¿Cómo una divinidad con la capacidad de darte la vida, ocultaba unas intenciones tan sombrías?